sábado, 26 de mayo de 2007

La comisura de la duda

La comisura de la duda

Durante media hora miró fijo el teléfono. Durante muchas medias horas, sin pausa, tomó el auricular y volvió a dejarlo en el mismo sitio.
Barajó todas las posibilidades: A) un contestador automático B) número equivocado C) ya no vive allí. D) encontrarla.
Luego, para A) pensó distintos mensajes: A1) el chistoso A2) uno serio, casi indiferente A3) uno afectivo, nunca meloso A4) uno imposible.
En caso que B) ocurriera, sería un feliz acierto para la esperanza, hija legítima de la postergación.
Pero si ocurría C): el horror, la tragedia, la búsqueda silenciosa y semblanteada ante los otros. Otros -lamentables- que ya no tendrían sus datos.
Más si D) sorprendía, el vértigo desorganizaría todo, de modo que escribió tres diálogos y medio, como guías de uso para no perderse en el abuso; y otros cuatro más con finalidades semejantes.
Los tres diálogos y medio sostenían -prolijamente- una izquierda poblada de indicaciones:
1) Alejar el tubo de la boca y de la nariz para que la respiración agitada no delatara la angustia.
2) Si la respiración y la taquicardia fueran o fuesen decididamente sonoras, debía tapar -apenas- el micrófono con índice y mayor de la mano libre.
3) Recordar constantemente que no estaba a la vista: a) la cara de pánico b) el sudor de las manos c) los masajes maxilofaciales d) las hojas dispuestas para leer e) la filita de cigarrillos que fumaría uno tras otro.
No obstante, en el ángulo superior derecho del escritorio, había una tarjeta que advertía: Nunca es tarde para abortar la empresa. Pero "Nuncatarde" perdía vigencia luego del último número digitado. Después ya era tarde, la empresa era inabortable y todo saldría mal.
Es que no dejaba de recordar ese malicioso aparatito que vio una tarde en la casa de un amigo y que sarcásticamente acusaba el número de donde provenía la llamada aún no atendida. ¡Y si ella también lo tenía?, y si ella lo tenía y veía quién llamaba y cortaba? No, no había posibilidades para tamaño riesgo; su psiquis no lo toleraría, así que: O llamaba y hablaba, o no llamaba y listo.
Se levantó de un salto y dio una vuelta, pero giró sobre sus pies y se sentó de nuevo: Hay que llamar, tengo que llamar.
Volvió a los diálogos. El primer diálogo se ajustaba a la posibilidad de que a ella le resultara indiferente la llamada y denotara en sus inflexiones un apuro de hastío y aburrimiento, algo así como… como que hincha pelotas, tu vida no me importa y nunca me acuerdo de tu existencia. Imaginaba una interlocución plagada de claro, claro, y más claro, cada vez con mayor frecuencia que se alejaba inequívocamente del micrófono y se perdía entre ruidos diversos de papeles, tipeos, ventanas que se abrían, tráfico, canillas, inodoros, cubiertos... Entonces, ante eso había que hacer uso de la contundencia: el motivo de mi llamado es... Pero nunca hubo, ni habrá, motivos contundentes, con lo cual había que echar mano a alguna excusa que nunca dejó de percibir como ridícula pero que era una excusa al fin. La problemática del diálogo 1 residía en que la ficha iba a saltar; seguramente saltaría porque la excusa era inverosímil, cualquier excusa lo sería, así que no había excusa para llamarla y por eso había dejado pasar tantos años excusándose con que no tenía excusas. Así que el diálogo 1 no era lo que se dice una guía de uso y de protección al usuario, más bien podría convertirse en algo ominoso que retornara desde el sitio más impensado.
El diálogo 1 no servía; sin embargo, era una posibilidad que aquello ocurriera; que ocurriera ¿qué?: la indiferencia versus la contundencia, y la contundencia como equivalente de la excusa y la ridiculez... Entonces sólo la habría llamado para decirle: el motivo de mi llamado es hacerte saber que soy La Estupidez, una entidad absoluta que borra nombre y sexo.
No, mal negocio, el peor de todos, el diálogo no era útil, aunque ciertas frases resultaran decorosas y hasta agradablemente sonoras. Sí, ésas las rescataría: tal vez pudiera trasladarlas en caso de emergencia a otro de los diálogos. Pero, en principio, el diálogo 1 se anulaba de plano, y si la indiferencia de ella llegaba por satélite hasta su propio corazón agitado lo mejor sería mandarla a la mierda y punto. Claro que mandarla a la mierda y punto era un franco sinónimo de hacer eco de los repetidos claro de ella y cortar sin ton ni son. O sea, otra máscara de la estupidez: disolución lenta, caída sin leyes de gravedad, algo soso, insulso, insípido, fláccido, claro-claro, bueno-bueno, chau-chau.
Que espantosa desilusión. ¡Que espantosa desilusión! ¿Qué se hace frente a la indiferencia de una mujer? Pues bien, la sorpresa, la agudeza del humor, la inteligencia irónica... y bajo esos parámetros escribió el diálogo 2 que abandonó por la mitad puesto que la angustia le impidió el más mínimo gesto de gracia sutil.
Distinto sería que ella atendiera exaltada de felicidad por el reencuentro y no parara de hacer chistes y gracias y ¡Aja! eso sería una señal exacta de su estruendoso nerviosismo que por algo sería. Pero en realidad, ella nunca reía ni hacía gracias y generalmente la recordaba seria y fruncida. Seguramente estaría más vieja y más fruncida y llamarla sería una pérdida de tiempo. Nunca es tarde para abortar la empresa... ¡Eso! (tercer diálogo) la llamaría teniendo en cuenta su valiosa pérdida de tiempo, imaginando un cachivache del otro lado de la línea por quien podría sentir hasta un poquito de pena, ubicándose entonces en un lugar de superioridad y bueno, cómo andan tus cosas pues que las mías van de maravilla...
Improbable, maléficamente incierto, ella nunca jamás será ese cachivache deseado, necesitado para no pensar en llamarla cada noche de sus días. En fin, el diálogo 3 no resistía el menor análisis. Pero tal vez pudiera usar un poquito de aquello en caso de patética estrangulación por un definido sentimiento de inferioridad.
El cuarto emergió con fuerza: ¿Cómo estás tanto tiempo? no te llamé antes porque estoy trabajando el Tractatus lógico-philosophicus de Ludwig Wittgenstein; a ver ¿cómo te explico?: Der Gegenstand ist einfach.
Nadie te preguntó nada, pocacosa...
Que pena, que pesar, que pesadumbre infinita escuchar su voz que maltrataba los sensibles recodos del alma. No, no la iba a llamar, no podría soportar esa herida; más vale abortar la empresa, ahora, en este instante. Pegó un salto y encendió el primer cigarrillo de la filita. Inmediatamente lo repuso con otro que quitó del atado y se volvió a sentar, tomó el teléfono y marcó los siete dígitos y creyó sentir que moriría de alguna forma si marcaba el último. Cortó. Se odió. Volvió a tomar el teléfono y lo puso sobre su oreja: Laa... No es sostenido, es un La... ¿La mayor? sí, nunca menor, no está especificado; luego dio tono de ocupado: La- La- La- La. Cortó. Volvió a levantar el tubo: La... ¿mayor? podría ser menor... no, no está especificado. Es La, La mayor porque no es sostenido. La-La-La-La. Cortó. Musitó: Laa... doremifasollaaaasi. Es La. Y levantó el tubo y marcó y ella atendió. Ahora tenía que hablar porque seguramente el aparatito acusaba rítmicamente su número y también su nombre y de hecho sus intenciones y fantasías más privadas; pero que estupidez, conociéndose debería haber llamado de un locutorio, y ahorrarse esa eternidad palpitante de sudores, contracciones, cigarrillos, lecturas, improvisaciones, etcétera, etcétera, y después de todo escuchar y confirmar ¡que había hablado! y no se había dado cuenta. Porque al final ella dijo: sí, a las nueve, chau, besitos... y cortó.
Nunca supo de qué hablaron, nunca pudo recordarlo, ni siquiera supo qué pasaría a las nueve, en qué lugar y si estaba invitado. Fue entonces cuando escribió los cuatro diálogos restantes donde barajaba las cuatro posibilidades de lo que podría haber ocurrido.
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La comisura de la duda, by Vanesa Guerra; 1998
Metáforas del lunar conyugal 2000


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