jueves, 24 de mayo de 2007

CHERCHEZ LA FEMME

Aún no estoy segura de contar qué sucedió, pero de todas formas creo que no podré ocultarlo demasiado tiempo. El punto de esta cuestión es que en realidad no sé qué es lo que sucede. Lo cierto es que días atrás caminaba con prisa por la vereda del Botánico y entre el apuro, el frío y la mente que avanzaría furiosa entre tantas ideas, tropecé y caí entera sobre las baldosas rotas. Dolor y vergüenza: eso fue lo que sentí. Mientras tanto pensaba que ya no había forma alguna de esconder el ridículo, puesto que no había podido zafar del tropiezo de manera atlética y aún estaba allí, desparramada como huevo fresco. Al levantar la vista supe que nadie se había percatado, que ninguna mirada brillaba picaresca o contenida por el bizarro respeto cultural. Entonces, pude sentir dolor. Rengueé hasta la esquina y al llegar al semáforo entré en duda: ¿En qué dirección debía cruzar? ¿Armenia o Santa Fe?... Comprendí en ese momento que había olvidado por completo hacia dónde iba. Lo tomé con calma, ¿para qué alarmarse? uno lleva propósitos tan estúpidos que, o los borra inmediatamente o no deja de recordarlos ; por otro lado ¿a quién no le ha sucedido eso de encontrarse sin saber quién es o qué hace en esta vida?Crucé la avenida. Caminé varias cuadras con la extraña sensación de transitar un laberinto. Digo extraña sensación, porque temía o presentía que podía pasar la vida entera caminando y recorriendo calles sin saber cuál era el destino. Estaba apurada, un autómata con prisa ¿iría hacia alguna parte? Miré la agenda. Apoyé el bolso en el umbral de un edificio y la agarré por el lomo: ¡Pero si no tenía idea en que día estábamos! y lo peor -porque eso sí que fue lo peor- es que ¡seguro! por ahorrar unos míseros centavos me había comprado esa agenda eterna o perpetua y lo que es más grave, y con espanto descubría, es que jamás me había tomado el trabajo de ponerle fecha a cada una de sus hojas. Esa agenda era sólo un conjunto de trescientos sesenta y cinco espacios en blanco, con meses tan en blanco como mi cabeza. Esa agenda era y es un garabato, porque yo no soy lo que se dice disciplinada, escribo donde se abra, o sea que no sé para qué miré la agenda; tal vez para reconocerme en ella como un garabato más. ¿Direcciones? Sí... Había cientos de direcciones y aunque ubicaba calles y barrios, jamás recordé una cara, una persona, un mísero gesto social. Quise tirar la agenda como todo aquello que no sirve en el momento en que debería servir. Sin embargo, me contuve por consideración a mi estado. Supuse que en algún momento debería ser útil, de lo contrario me resultaba realmente absurdo pensar que yo era capaz de cargar con semejante mamotreto lleno de papeles ilegibles y además tan pesado. La guardé en el bolso, por las dudas. Y por las dudas, tal vez por las mismas dudas que me llevaron a guardar la agenda, revisé con curiosidad el bolso en un largo ceremonial muy-muy sentadita en el cordón. Abrí el bolso de par en par en búsqueda de mi esencia: corpiño arrollado, estuche de cosméticos, anteojos de sol, billetera, atado de cigarrillos, libro de Pancho Vives, paquete envuelto en papel madera escrito por fuera en marcador negro: «Para Pablo». ¿PABLO? Iría a llevarle esto a Pablo, pensé. Me alegré de haber conservado la agenda. Busqué a Pablo en el índice. Había registrado en algún momento de mi vida a seis Pablos distintos. Calculo yo: distintos Pablos. Pablo de Salta, Pablo de Olivos, Pablo de Barracas, Pablo de Belgrano, Pablo de Palermo y Pablo del Río de quién sólo tenía el teléfono. Opciones: o Pablo se mudó muchas veces y no taché sus datos o debe haber muchos Pablos en este mundo para que yo haya registrado a tantos o me deben gustar los Pablos. Pero... ¿Por qué tanta prisa? ¿Por qué llevaba tanta prisa? Aún sentía el apuro o tal vez, era desesperación... o tal vez sólo era desesperación y jamás había tenido apuro y eso realmente complicaba las cosas. Tenía el paquete sobre las rodillas, era un paquete grande, no muy grande, pero del tamaño de un libro gordo. Lo inspeccioné durante un rato y bajo un impulso lo abrí.

Pablo miraba el reloj de oro con impaciencia y volvió a pedir un cortado en el silencioso bar. Pablo miraba por la ventana y después anotó un teléfono en una tarjeta blanca, dio unos golpecitos con la pluma y corrió el sobre de madera cuando el mozo cumplió con el pedido. Se miraron en complicidad, luego el hombre se fue y Pablo apenas lo siguió con la mirada. La tarjeta ya no estaba sobre la mesa.

Todavía no comprendo, pero se detuvo el tiempo cuando quité el envoltorio y descubrí entre mis manos una agenda de cuero con bordes dorados. Había un sobre entre las hojas y allí, muy guardado, un cheque a nombre de Salta S.A. por una suma de dinero francamente importante. La agenda no era nueva, estaba llena de inscripciones hasta el último día del año. Busqué en el índice y sentí el impacto cuando leí mi nombre: Natacha. Porque Natacha me dicen los íntimos, los muy íntimos, o al menos eso creo. Porque en ese momento los íntimos o los no íntimos me daban absolutamente igual, pertenecían a un grupo indiferente, a una masa anónima, un agujero negro que todo lo tragaba. Entonces, era probable que fuera apurada y era probable que algún Pablo en algún lugar que desconocía estuviera esperando ese paquete, que se suponía debía entregar. Si no era que muy por el contrario, yo hubiese robado de algún sitio ese paquete y mi apuro fuese simplemente huir. Me estremecí. ¿Y si debía huir? ¿y si alguien me estaba buscando y yo reposaba, imprudente, tan a la vista? Guardé todo en el bolso y comencé a caminar con un hilo de dolor en la pierna que ataba el ombligo con la rodilla. Mientras caminaba pensé en el corpiño. ¿Cuántos días tendría ese corpiño en el bolso? ¿Dónde me lo habría sacado? ¿Por qué ese día no llevaba corpiño si hacía frío? Estaba inquieta. Tal vez por el corpiño o tal vez por el cheque con el que podía comprarme el mejor piso de Buenos Aires. Después de un rato decidí llamar a todos los Pablos desde un teléfono público. Raro: abonado inexistente para cada uno. Estaba metida en algo. No había dudas. Presentí de inmediato un exceso de familiaridad en aquel barrio y comprendí, entonces, que estaba muy cerca de mi casa, una voz interna susurraba vagamente hacia donde ir, es por aquí, doblá, ese edificio, tomá el ascensor, bajate, la llave bajo el tapete... y abrí la puerta y la lucecita del contestador titilaba: Rojo-Rojo en la oscuridad. Cerré con llave, encendí la lámpara, me acerqué al aparato, lo accioné, chilló: «Señorita Natacha hablo de parte de Blopa S.A. su cita es a las diecinueve en Antígona, Santa Fe y Armenia». Anoté Antígona en el papel, luego anoté Blopa S.A. Consulté la agenda: Ningún Blopa S.A. Blopa-Blopa como un eco en mis oídos... era un mensaje de Pablo. Algún Pablo me estaba esperando en Antígona hacía una hora. Tomé nuevamente el bolso y fui para Antígona, estaba a pocas cuadras del departamento y del Botánico. Exactamente, frente al lugar en el que me caí. La situación no variaba; sin embargo, a medida que pasaban las horas me sentía cada vez más cómoda en mi cuerpo y en mi cabeza blanca; tenía la sensación de ser una perpetua turista de un sitio conocido pero sin contacto posible con la gente. En realidad, siempre había pensado que la gente era un estorbo y ahora me sentía libre, el deseo se realizaba, tal vez era bueno comenzar de cero y no recordar nada, tal vez mi vida había sido un cúmulo de pre ocupaciones y horrores y quizá debería aprovechar este gran momento, casi milagroso, porque por primera vez estaba todo en mis manos, todo dependía de mí, podía cambiar esa supuesta vida para siempre y elegir. Sí, realmente elegir, elegir con quien estar. Nada me ataba a nadie, era tan feliz de pronto... Sabía, que una vez que me deshiciera del paquete otra vida comenzaría, algo así como sacar los sesos de un pote de lavandina y ponerlos a funcionar de acuerdo a nuevas reglas, nuevas leyes, nuevos códigos. La vida era perfecta, sólo restaba mudarme y ser una nueva mujer. Mientras pensaba esto, me encontré en la puerta de Antígona ¿quién sería Pablo? No había mucha gente, el lugar era oscuro, así que decidí sentarme en una mesa y esperar. Tomaría un café.El mozo volvió al rato y mientras depositaba el pocillo humeante me miró sonriente y casi sin mover los labios dijo que el señor Pablo se encontraba impaciente por mi llegada, que tomara mi café, lo pagara, me fuera y olvidara por descuido el paquete en una de las sillas; del resto él se encargaría... «¿Más azúcar señorita?».. . No pude desconfiar, estaba todo arreglado. Tomé el café, llamé nuevamente al hombre, le pagué y con el vuelto que me dio todavía puedo comprarme miles de cafés de aquí al resto de mis días... «su vuelto... tranquilícese y váyase...» volvió a decir entre dientes. Tragué saliva. No era una confusión, no sé qué era, pero debía irme, así que tomé un trago de agua, guardé el dinero bajo las tenues luces amarillas, me puse la campera, agarré el bolso, olvidé el paquete y me fui. Las piernas me temblaban más que antes, pero pude levantarme y pude irme. Llegué al departamento pensando en armar unas valijas y huir, por las dudas, qué sé yo, por las dudas, huir... pero cuando abrí el placard no encontré bolsos, ni valijas, ni ropa, ni nada que pudiese pensar o sentir como objetos personales. Hubiese jurado que vivía ahí, pero por lo visto: no, era sólo un espejismo del recuerdo, extraño deja vú, mezcla de diosa y pantera, no lo sé, no era mi casa. Me poseyó nuevamente la desesperación en un abrir y cerrar cajones vacíos, todos tan vacíos como mi mente que sólo contenía un recuerdo: la historia del paquete, que no estaba vacío pero era igual. Corría por los dos ambientes simulacro de hogar tan desolado, de aquí para allá, del baño a la cocina, living-dormitorio, una pista, algo, nada. Di vuelta la habitación. De bajo de una almohada, que no tenía funda, encontré un sobre con más dinero. Creo que siempre quise tener dinero, es más, creo que siempre quise tener tanto dinero como el que había en ese sobre; lo que no sé, o al menos no estoy segura, es si quería tenerlo en estas condiciones. De todas formas, aún bajo el hechizo que me produjo este sobre forrado en cuero apenas más pequeño que el tamaño de una almohada, supe que debía huir y supe que -seguramente- estaba o estoy huyendo de algo o de alguien. Lo que no sé, es a quiénes les dirijo estas letras, si la verdad es que no conozco a una sola persona en este inmenso mundo. Quizá sea para los miles de fantasmas blanquecinos que me habitan ansiosos por un libreto o por palabras amistosas en esta extraña distancia del olvido. Lo único que tengo en claro es que la próxima parada que hará este micro es San Pablo. Curioso. Pero no voy a detenerme allí. Aún me dirijo al Norte.

Pablo llamó a Natacha toda la noche, le dejó varios mensajes; éste fue el último: “Mi amor, todo salió bien, te espero en Ezeiza; no olvides el sobre.”
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Cherchez la Femme by Vanesa Guerra 1991
Metáforas del lunar conyugal, 2000


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